Nos empeñamos en seguir unas
reglas morales que se implantan en nuestro cerebro desde la infancia, y al
final, acabamos volviéndonos coherentemente ilógicos.
¿Desde cuándo los impulsos hay
que reprimirlos? ¿Desde cuándo hay que frenar las ganas?
Quiero tatuarte a base de
mordiscos, decirte con caricias lo que no puedo decirte con la voz. Enseñarte a
sentir con las yemas de mis dedos, envolverte en mis latidos acelerados, en mis
gemidos entrecortados. Acostumbrarme a tu sonrisa por las mañanas, perder la
cabeza entre tus brazos buscando la salida con entrada a tu boca.
Susurrarte en lugares
inhóspitos con mi lengua como arma letal. Arriba o abajo, da igual, somos
ingredientes de esta receta. Tú y yo, y un único ritmo. Que las paredes fueron creadas
para empotrar cuerpos y no muebles.
Nunca me había gustado tanto mi
nombre hasta que se escurrió entre tus labios, hasta que me atrapabas y posaba
mis pies fríos sobre ti. Quiero tu violencia, quiero tus abrazos, quiero tu
dulzura y tus miedos .Quiero que me sueñes y se haga realidad.
Tus besos me queman, me
abrasas, y mis cenizas se guardan entre costuras y costillas. Tan masoca que
juego con fuego, y memorizo el juego de tus manos paseando entre mis ganas y mi sonrisa de niña inocente, la
combinación perfecta de tus manos en mi cuerpo, y esas mordidas inesperadas en
el cuello.
Caer en la tentación a veces
es necesario. Que tu cuerpo y el mío piden a gritos resolver estas ansias de
calor, aunque nuestras mentes se empeñen en seguir en el lado racional.
Actuar por impulsos, sin
lamentaciones, al son de mis manos asidas a tu nuca y de las risas juguetonas,
las miradas cómplices llenas de destellos y sentimientos que desbordan la
habitación. Porque las silenciosas noches de invierno son mejores si ponemos la
banda sonora de nuestros orgasmos.
La moralidad mata pasiones, y
a mí lo que me falta, eres tú.
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