Y
como todas las mañanas levantas los muros a tu alrededor, ya es rutina, casi ni
los ves, y los demás ni lo notan.
A
veces, cuando ya no puedes más, se van rajando y no puedes controlarlo, las
lágrimas se escapan, como la lluvia en el cielo, y van inundando tus ojos, enrojeciendo tus mejillas y una
oscuridad se apodera de ti.
Y la
peor sensación es el miedo. Miedo al “Que va ahora”, miedo al que te de vuelvan
a hacer daño, como siempre te han hecho.
Se
supone que interpreto un papel, que el resto me conoce, se supone que si yo me
derrumbo, ellos me reconstruyen. Pero estoy acostumbrada a ser la fuerte, la psicóloga,
la que coloca los ladrillos caídos a los demás, y cuando a veces, algo dentro
de mí muere, es como una mota de polvo. Debería estar acostumbrada, pero a
pesar de todo, el dolor no es un sentimiento al que me pueda acostumbrar. Simplemente
trago y aguanto.
Ya
es de noche, toca bajar la armadura. Me duelen los hombros, cada día pesa más,
cada día me duele más, cada noche el dolor se me hace más conocido.
Que
duermas bien me dicen.
“La
gente sólo ve de mí, lo que les dejo ver, a partir de ahí, ellos son los que piensan que me conocen”.
No
soy perfecta,
pero se supone que
eso no debería importar...
∞