Creo que la muerte no es tal y como la describen. Yo he muerto varias veces en mi vida, y aquí sigo.
Mueres cuando dejas de respirar, cuando sueltas tu último aliento y tus pulmones quiebran.
Mueres cuando tu corazón, ya cansado, deja de bombear.
Mueres cuando te arrolla un coche o cuando te ahogas en el océano.
Pero también mueres cuando esa persona pronuncia por última vez tu nombre.
Se te para el corazón cada vez que recuerdas, una y otra y otra vez, cuando te miró a los ojos y te dijo que ya no te quería.
Mueres al escuchar su canción favorita, aquella que no paraba de tararear cuando estaba feliz.
Te ahogas al pensar que sigues durmiendo sólo en tu cama, sin saber si quiera si volverá.
Tus pulmones quiebran y exhalas tu último aliento cuando te das cuenta que lo que fue, nunca será ni es.
Creo que la muerte es un sentimiento.
Un sentimiento roto.
De vacío.
De ausencia.
Pero al fin y al cabo, una emoción.
Y si la muerte no es el fin, puede que sea el principio; la reencarnación de ti mismo con cicatrices que te recuerdan aquello que te rompió. Incluso, puede ser que, no te estés dando cuenta de que no estás viviendo tu vida, si no matándola, matándote, y sólo ellas te hagan verlo con claridad.
Creo que la muerte no es tal y como la describen. Yo he muerto varías veces en mi vida, y aquí sigo.
Renací cuando un desconocido me regaló una flor por la calle.
Renací cuando lloré tanto de la risa que no podía abrir los ojos.
Renací cuando escuché mi quinto te quiero, de los labios de otro primero.
Tengo un cuerpo lleno de cicatrices.
Un corazón lleno de emociones.
Y un amor vendado de escayola.
Pero aquí sigo.
sábado, 27 de diciembre de 2014
domingo, 7 de diciembre de 2014
Esto es para ti
Sé que me lees.
Cuando llueve y hace frío, e intentas averiguar cuál de mis arrugas son por tu culpa; si la del ceño, la de las comisuras o la que se abre poquito a poco en mi costado izquierdo.
Sé que me lees, aunque apenas sepas qué digo.
Y eso es lo que más me gusta de ti. Tu limpieza semántica con ese toque de poesía amarga que me gusta desayunar con café. Y sin ropa a poder ser.
Me inspiras, y me cuelo en tus pulmones como olor de lluvia intentando malamente calarte hasta las entrañas.
Sé que me lees y no lees más que un fragmento de pergamino que extraigo de cada roce de tus dedos contra los míos cuando vamos caminando por la calle. Eres como la continuidad de mi paladar al saborear una viruta de cacao; exquisito y placentero. Eres la única razón por la que me encantan cada una de las pequeñas taquicardias que me provocas cuando tu aliento roza mi mejilla.
Lo he pensado; no quiero otros trenes más que el tuyo, porque no me importa despertar en la misma estación todas las mañanas escuchando decir por megafonía "Ha llegado usted su destino", a ti. No quiero otros sabores de bocas que no sacian ni la mitad de lo que hace la tuya cuando ríes como un niño pequeño. No quiero otro sol que me caliente más que el que se refleja de tu barba con destellos rojos. No quiero otra manta que no sean tus brazos al rodearme. Te has convertido, sin quererlo, en mi nota preferida de todas las melodías que suenan.
No, no quiero otro que no seas tú.
Podría escribirte la biblia en verso, siempre y cuando fueran tuyos mis primeros revoloteos, que se me escapan entre los dientes al sonreír. Podría, no sé, recitarte mil y una noches pensamientos transcritos a un idioma que sólo se lee con el viento. Podría y podría y podría. Podría decirte mil millones de cosas distintas, que siempre, al fin y al cabo, significarían lo mismo.
Sé que me lees, y esto, es para ti:
Porque tu pequeño Ford Mondeo que tanto incordio me causaba, me parece ahora el mejor escondite para decirte esto.
Porque aunque suene raro. Y estúpido.
Te quiero, justo aquí, donde termina mi respiración y comienza tu latido. Porque creo, ingenuamente, que la mejor sensación es la que sientes cuando alguien te lee el alma con los ojos.
Y tú me lees cada segundo que te miro.
M.
Cuando llueve y hace frío, e intentas averiguar cuál de mis arrugas son por tu culpa; si la del ceño, la de las comisuras o la que se abre poquito a poco en mi costado izquierdo.
Sé que me lees, aunque apenas sepas qué digo.
Y eso es lo que más me gusta de ti. Tu limpieza semántica con ese toque de poesía amarga que me gusta desayunar con café. Y sin ropa a poder ser.
Me inspiras, y me cuelo en tus pulmones como olor de lluvia intentando malamente calarte hasta las entrañas.
Sé que me lees y no lees más que un fragmento de pergamino que extraigo de cada roce de tus dedos contra los míos cuando vamos caminando por la calle. Eres como la continuidad de mi paladar al saborear una viruta de cacao; exquisito y placentero. Eres la única razón por la que me encantan cada una de las pequeñas taquicardias que me provocas cuando tu aliento roza mi mejilla.
Lo he pensado; no quiero otros trenes más que el tuyo, porque no me importa despertar en la misma estación todas las mañanas escuchando decir por megafonía "Ha llegado usted su destino", a ti. No quiero otros sabores de bocas que no sacian ni la mitad de lo que hace la tuya cuando ríes como un niño pequeño. No quiero otro sol que me caliente más que el que se refleja de tu barba con destellos rojos. No quiero otra manta que no sean tus brazos al rodearme. Te has convertido, sin quererlo, en mi nota preferida de todas las melodías que suenan.
No, no quiero otro que no seas tú.
Podría escribirte la biblia en verso, siempre y cuando fueran tuyos mis primeros revoloteos, que se me escapan entre los dientes al sonreír. Podría, no sé, recitarte mil y una noches pensamientos transcritos a un idioma que sólo se lee con el viento. Podría y podría y podría. Podría decirte mil millones de cosas distintas, que siempre, al fin y al cabo, significarían lo mismo.
Sé que me lees, y esto, es para ti:
Porque tu pequeño Ford Mondeo que tanto incordio me causaba, me parece ahora el mejor escondite para decirte esto.
Porque aunque suene raro. Y estúpido.
Te quiero, justo aquí, donde termina mi respiración y comienza tu latido. Porque creo, ingenuamente, que la mejor sensación es la que sientes cuando alguien te lee el alma con los ojos.
Y tú me lees cada segundo que te miro.
M.
domingo, 28 de septiembre de 2014
La muerte del amor
París, reina del amor, colchón donde retozan esos amantes impertinentes que desconocen que yacen con su asesino y torre donde se precipitan los recuerdos de aquellos "Je t'aimerai toujour" que sonaban como la brisa del mar en tus oídos.
París.
Espero que tu puedas decirme por qué cuando estoy ebria hablo en francés. Supongo que vendrá de ser una romántica empedernida con olor parisino. O el afán de maullarle a la luna desde un tejado rojo de Montmatre.
Tal vez sea un grito de socorro preguntando a donde van esos amantes que se dejan perder.
El dolor que causa la contaminación de esos pequeños detalles que escondíais entrelazados en las manos.
Un poco de venganza tal vez.
O estupidez.
O amor, demasiado amor.
Y es que hay tantas formas de matarlo, que todos deberíamos tener antecedentes penales, de los que invaden el alma y la llenan de lágrimas diciéndote que allí fuera ya no te queda nada. Entonces, te recuerdas ahí, en medio de una pared blanca, sujetando un cartel con tu ficha policial y el nombre de quien asesinaste; el nombre del último habitante de tus ventrículos.
Es tan fácil matar, destrozar y herir.
Tán facil odiar lo amado por orgullo, por callar que el hueco de entre tus pulmones aún sueñan con ese olor a sudor e inocencia que expiraba su risa. Resonaba a francés, la lengua romántica por excelencia, con permiso de la de Brigitte Bardot, por supuesto.
Despotricas palabras sin sentido que sesean angustias consternadas debajo de esa capa de tristeza, deseos que te apuñalan cada día cuando te despiertas y lo único que hueles es un quiche de queso, de esos que a ella tanto le gustaban, y que tu, jamás volverás a probar.
Y entonces te das cuenta de que todas esas esculturas de pieles blancas del Louvre son lo más parecido a tu corazón en esos momentos. Arte, pero en última instancia, piedra fría. Y los trazos sin sentido de Monet te hablan diciéndote que si te alejas, verás todo con mayor claridad, aunque a ti lo que más te interese sean los detalles.
Te preguntarás por qué lo hiciste.
Querrás borrar las evidencias e irás en busca de un café en compañía del algún desconocido con mirada amable, mientras se va quemando tu garganta y ahogando tus pensamientos.
Pero siento decirte, que una vez lo hagas, no serás el mismo. Porque tu víctima, a pesar de la carnicería a tu sensibilidad, te marcó. Como marca el carmín compartido entre los hierros de la Torre Eiffel, como marca el león a su presa y Cupido a los ignorantes.
Como te marco a ti.
Como me marco a mi.
Como te marqué y como me marcaste.
París.
Espero que tu puedas decirme por qué cuando estoy ebria hablo en francés. Supongo que vendrá de ser una romántica empedernida con olor parisino. O el afán de maullarle a la luna desde un tejado rojo de Montmatre.
Tal vez sea un grito de socorro preguntando a donde van esos amantes que se dejan perder.
El dolor que causa la contaminación de esos pequeños detalles que escondíais entrelazados en las manos.
Un poco de venganza tal vez.
O estupidez.
O amor, demasiado amor.
Y es que hay tantas formas de matarlo, que todos deberíamos tener antecedentes penales, de los que invaden el alma y la llenan de lágrimas diciéndote que allí fuera ya no te queda nada. Entonces, te recuerdas ahí, en medio de una pared blanca, sujetando un cartel con tu ficha policial y el nombre de quien asesinaste; el nombre del último habitante de tus ventrículos.
Es tan fácil matar, destrozar y herir.
Tán facil odiar lo amado por orgullo, por callar que el hueco de entre tus pulmones aún sueñan con ese olor a sudor e inocencia que expiraba su risa. Resonaba a francés, la lengua romántica por excelencia, con permiso de la de Brigitte Bardot, por supuesto.
Despotricas palabras sin sentido que sesean angustias consternadas debajo de esa capa de tristeza, deseos que te apuñalan cada día cuando te despiertas y lo único que hueles es un quiche de queso, de esos que a ella tanto le gustaban, y que tu, jamás volverás a probar.
Y entonces te das cuenta de que todas esas esculturas de pieles blancas del Louvre son lo más parecido a tu corazón en esos momentos. Arte, pero en última instancia, piedra fría. Y los trazos sin sentido de Monet te hablan diciéndote que si te alejas, verás todo con mayor claridad, aunque a ti lo que más te interese sean los detalles.
Te preguntarás por qué lo hiciste.
Querrás borrar las evidencias e irás en busca de un café en compañía del algún desconocido con mirada amable, mientras se va quemando tu garganta y ahogando tus pensamientos.
Pero siento decirte, que una vez lo hagas, no serás el mismo. Porque tu víctima, a pesar de la carnicería a tu sensibilidad, te marcó. Como marca el carmín compartido entre los hierros de la Torre Eiffel, como marca el león a su presa y Cupido a los ignorantes.
Como te marco a ti.
Como me marco a mi.
Como te marqué y como me marcaste.
Como las cuatro paredes de la celda que nos separan, como esos te amo en los candados que nunca pusimos y recordamos, como algo tan bonito que aunque se destruya por odio,
siempre estará en francés.
sábado, 21 de junio de 2014
Con las manos vacías, con el alma perdida y los pies ensuciados.
Beso con necesidad, con hambre, con devoción.
Con miedo y con pérdida.
De la razón, del corazón y del sentido.
Devorarte.
Con finura, arte y por qué no, literatura.
¿Donde pretendes que vaya? Si a tu huida te lo has llevado todo, ladrón de guante blanco.
Te has llevado nuestra historia, aunque últimamente rondaba por los callejones de madrugada mendigando un poco de calor e inocencia y lamiendo amores heridos que surgían de entre las farolas. Tu eres mi autor. Me creaste y firmaste en lo más hondo de mis entrañas donde apostaste por mi que sería tu mayor Best-seller. Y así fue.
Aunque los únicos ojos que querían que me leyesen eran los tuyos, sobre todo si era al dormir, donde nada me asusta, donde nada me importa.
Beso con rabia, con fragilidad, con sed.
De tus susurros, de mis crujidos.
Amarte.
Con las manos vacías, con el alma perdida y los pies ensuciados.
Ensuciados de nuestros pecados, y qué vil mentirosa sería su no te dijera que allí contigo, en el infierno, me sentía en el Edén.
Maldita hereje de tu boca, de tu voz grave y de tus manos toscas que me hacían poesía.
Musa. Amante y náufraga.
Perdida sin ti. Flotando entre los arrecifes, enredándome entre mareas que no me llevan a mi destino. A tu sendero.
Beso con locura, con exigencia, con alevosía.
Como mi oxígeno, como mi tuerca, como mi canción favorita.
Así eres tú para mí. O eras, qué se yo.
Como una bocanada de aire tras sentir como los precipicios oceánicos se atragantan entre mis aullidos. Como un muerdo de cielo tras conocer el fuego más perverso escondido detrás de "Viaje al centro de la Tierra" de Julio Verne.
Como tu boca sobre la mía o como la tinta sobre mis venas que imaginan como aparecen lunares sobre tu cuerpo por cada vez que pronuncio tu nombre en mi vacío.
A ti, quien me hizo olvidar los trenes para acurrucarme solo en tu vagón.
A ti, por quien por locura, el psiquiátrico me parecía un hogar.
A ti, quien infinitas veces maldije por hacerme de nuevo, enamorarme.
Te escribo para decirte, que me encantaron tus risueños ronroneos que se camuflaban por debajo de mis caricias mientras te cantaba nanas cubanas que hablaban sobre diablos y hombres blancos. Te escribo para decirte que echaré de menos mis quejidos cuando notaba un tacto intruso por debajo de mi falda; aunque intruso sea sinónimo de "Bienvenido al paraíso" al son de los ruegos a Dios. Quiero decirte que hasta los lunares que tengo en fila en el cuello dibujan tu inicial cuando te marchas y me dejas aquí tirada, en el cielo de tu sombra oscura; donde me gusta cobijarme y pensar, que en algún tiempo tu cobijo era mi nombre.
Con miedo y con pérdida.
De la razón, del corazón y del sentido.
Devorarte.
Con finura, arte y por qué no, literatura.
¿Donde pretendes que vaya? Si a tu huida te lo has llevado todo, ladrón de guante blanco.
Te has llevado nuestra historia, aunque últimamente rondaba por los callejones de madrugada mendigando un poco de calor e inocencia y lamiendo amores heridos que surgían de entre las farolas. Tu eres mi autor. Me creaste y firmaste en lo más hondo de mis entrañas donde apostaste por mi que sería tu mayor Best-seller. Y así fue.
Aunque los únicos ojos que querían que me leyesen eran los tuyos, sobre todo si era al dormir, donde nada me asusta, donde nada me importa.
Beso con rabia, con fragilidad, con sed.
De tus susurros, de mis crujidos.
Amarte.
Con las manos vacías, con el alma perdida y los pies ensuciados.
Ensuciados de nuestros pecados, y qué vil mentirosa sería su no te dijera que allí contigo, en el infierno, me sentía en el Edén.
Maldita hereje de tu boca, de tu voz grave y de tus manos toscas que me hacían poesía.
Musa. Amante y náufraga.
Perdida sin ti. Flotando entre los arrecifes, enredándome entre mareas que no me llevan a mi destino. A tu sendero.
Beso con locura, con exigencia, con alevosía.
Como mi oxígeno, como mi tuerca, como mi canción favorita.
Así eres tú para mí. O eras, qué se yo.
Como una bocanada de aire tras sentir como los precipicios oceánicos se atragantan entre mis aullidos. Como un muerdo de cielo tras conocer el fuego más perverso escondido detrás de "Viaje al centro de la Tierra" de Julio Verne.
Como tu boca sobre la mía o como la tinta sobre mis venas que imaginan como aparecen lunares sobre tu cuerpo por cada vez que pronuncio tu nombre en mi vacío.
A ti, quien me hizo olvidar los trenes para acurrucarme solo en tu vagón.
A ti, por quien por locura, el psiquiátrico me parecía un hogar.
A ti, quien infinitas veces maldije por hacerme de nuevo, enamorarme.
Te escribo para decirte, que me encantaron tus risueños ronroneos que se camuflaban por debajo de mis caricias mientras te cantaba nanas cubanas que hablaban sobre diablos y hombres blancos. Te escribo para decirte que echaré de menos mis quejidos cuando notaba un tacto intruso por debajo de mi falda; aunque intruso sea sinónimo de "Bienvenido al paraíso" al son de los ruegos a Dios. Quiero decirte que hasta los lunares que tengo en fila en el cuello dibujan tu inicial cuando te marchas y me dejas aquí tirada, en el cielo de tu sombra oscura; donde me gusta cobijarme y pensar, que en algún tiempo tu cobijo era mi nombre.
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